Juan Balboa
Multimedios Ámbar
Frontera de México con Centroamérica.- Sus senos pequeños y marchitos
aprisionaban el Cristo de madera. De sus ojos brotaba un torrente de agua que
desaparecía en su boca por dos cartones de cerveza y 20 piezas musicales de la
rocola. Era la tarde y el sol apenas fallecía con la juventud de la noche.
Veintidós años tenía Esther, “la salvadoreña”, tres en el
oficio de la prostitución. Se había despertado con la cerveza en la mano y no
la soltó hasta que la dueña de la casa le ordeno vestirse para trabajar.
Doña Elva es una mujer obesa, dedicada desde hace 15 años administrar
los burdeles en el Soconusco. Prieta, de voz pausada y con una tranquilidad en
sus ademanes, al platicar decía que Esther era “la única de sus hijas que
enloquecía con las cervezas”.
“La salvadoreña”, mote con el que era identificada Esther por
las demás mujeres, se desnudaba lentamente, bailaba con su Cristo en los
brazos, gritaba a sus vecinas que habitaban los cuartos de manera apolillada y
pintados de rosa con números blancos diminutos para identificarlos.
Se asomaba sin ropa al pequeño salón. “Ven, ven, no tengas
miedo”, gritaba con voz entrecortada por la perturbación que le provocaba la
cerveza. “¿No quieres coger? Yo sí, ven”, insistía a uno de los clientes
mientras asomaban sus pechos chupados, su cuerpo de huesos, sus piernas
endebles y su cara desfigurada por una navaja.
De una montaña de ropa tirada escogió un vestido rojo. Tiro
el cristo sobre la cama enmohecida y desquebrajada por los cuerpos. Se vistió
rápidamente y su cara sintió el baño de un polvo perfumado. Corrió y dando un
salto grito: “Estoy lista, Elva”.
La marimba toco la primera pieza a las ocho de la noche.
Todas las mujeres de la casa de “mamá Elva” se encontraban sentadas. Esther era
la única que gritaba y lloraba, “Pinches putas, pinches putas”, “cállate,
Esther, o te rompo la madre”, “Pinches culeras”.
Doña Elva se acercó: “Te callas o te encierro en tu cuarto”.
La mancebía está ubicada al norte de la ciudad, rumbo a la
carretera que comunica a Unión Juárez con Cacahuatán. El lugar está rodeado de
calles empedradas y cercado por un barranco. La casa de Elva es un lugar con
techos de lámina de zinc y paredes de madera. La entrada es tan grande que a
más de medio kilómetro de distancia se puede divisar lo que sucede adentro.
Sentados alrededor de una mesa, tres agentes de Migración
armados llaman a las mujeres más codiciadas de la casa de Elva. Otras pasan
cerca de la mesa con una vasija de agua en la mano.
La marimba toca la octava pieza de la noche.
“A mí me engañaron”, susurro Esther a los dos reporteros que
nos encontrábamos en la mesa que ella había seleccionado para sentarse. “Me
dijeron que en México podía ganarme buenos pesos y después irme hacia Estados
Unidos. Pero pura madre, me trajeron a este burdel de donde no podré salir
durante varios meses, estoy endeudada y tengo que pagar cogiendo”.
Sin interrupción, siguió recordando: “Yo estaba bien en San
Salvador, era secretaria y ayudaba a los turistas. Yo ayude a dos reporteros
del New York Times cuando estos se internaron en la zona de guerrilla. Ellos
también me prometieron llevarme a Estados Unidos, pero me engañaron”.
Sus dedos peinaban el cabello liso que resbalaban sobre su
frente. El vestido rojo le colgaba por los hombros, su cuerpo parecía un gancho
deteniendo la prenda. La marimba estaba en la undécima canción. Esther vaciaba
otra botella de cerveza. “Yo lo que quería era salir de ese infierno. No quiero
guerra, estoy harta de los muertos. Lo único que deseo es llegar a los Estados
Unidos”.
Cuando los músicos recogieron sus instrumentos y la marimba
era cargada en hombros, Esther yacía tirada en una mesa con el logotipo de la
Corona.
Multimedios Ámbar
Al pie del Cañón
RunRún
Fuente: Entrevistas directas.
Texto: Juan Balboa.
9 julio 2021.
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