Todos, trabajadores y
directivos, lloramos la muerte de Manuel Altamira
Juan Balboa
Ciudad de México,
4mayo2015.-La
primera gran pérdida que tuvo La Jornada y sus jornaleros fue la muerte del
gran periodista Manuel Altamira Peláez. Un poblano que en tan sólo diez meses
se convirtió en el mejor cronista del diario. La muerte nos tocó a todos, así
lo señala la Rayuela del 22 de septiembre de 1984.
“Se nos ha ido Manuel Altamira. Su cuerpo quedó sepultado
bajo toneladas de cemento a las horas en que los relojes de la desgracia
sumaron las 7:19 de la mañana. Sólo que ésta, su muerte, nos toca cerca,
dentro. Donde quiera que te encuentres ahora, sabemos que estarás contando
historias y sucederes.
Serás nuestro primer
enviado especial.
Adiós amigo, compañero
de innumerables jornadas. (Publicado en la Rayuela el 22 de septiembre de 1985)
Lo lloramos todos (trabajadores y directivos); lo extrañamos
aún después de 29 años de muerto; tenemos la ventaja que nos dejó un abundante
trabajo periodístico: Crónicas, reportajes y entrevistas contadas con un estilo
literario envidiable.
A continuación reprodujo un texto que publique hace unos años
en La Jornada. Creo que resumo su personalidad, pero sobre todo descubro al
gigante cronista del periodismo mexicano.
El Capote jornalero
Juan Balboa
Se definía como "reportero de policía", pero sus
textos tenían el sello de un narrador nato que combinaba el trabajo acucioso
del periodista con las herramientas de la literatura. Dos oficios que Manuel
Altamira Peláez logró zurcir durante un año en La Jornada.
Su creatividad era incontenible, innegable. Sólo el sismo del
19 de septiembre de 1985 hizo callar su máquina de escribir y le impidió hacer
la crónica del primer año de La Jornada en la calle; una orden de trabajo que
la dirección del diario le había encargado de forma especial.
Festejó con los trabajadores del periódico el primer
aniversario del rotativo hasta la madrugada del 19 de septiembre. Su sencillez,
su trato amable y solidario le facilitaban consolidar amistades. Su
profesionalismo, su necedad por lograr un estilo periodístico propio y su
amplio bagaje cultural le merecieron el respeto de la comunidad dentro y fuera
del diario. Altamira era uno de esos hombres que siempre está rodeado de
personas.
La última vez que se le vio el reloj marcaba casi las 6 de la
mañana del fatal 19 de septiembre. Se despidió de sus compañeros para dirigirse
a su casa, ubicada en Bruselas 8, esquina con Liverpool. Tenía como propósito
recorrer la ciudad para narrar cómo se leía La Jornada, a un año de su aparición,
en las calles del Distrito Federal. Haría una crónica sobre un diario que en
poco tiempo había logrado despertar el interés de los lectores.
El sismo lo sorprendió en el edificio donde vivía; el único
que se derrumbó en la manzana. El terremoto activó al equipo de La Jornada en
toda la capital mexicana. Todos imaginaban a Altamira reporteando en las zonas
más afectadas; lo veían penetrando en edificios donde se escuchaban gritos de
auxilio; suponían a Manuel viajando en ambulancias para llegar con rapidez al
lugar de los hechos. Nadie pensó que era una de las víctimas, que el inmueble
donde residía se había derrumbado y que él no estaba reporteando, sino bajo de
decenas de toneladas de cemento.
"Manuel no aparece, estamos buscándolo y esperamos
encontrarlo. Hay que tener calma", me dijo Carmen Lira, subdirectora de
Información, al confirmarse que el edificio donde habitaba Altamira había
sucumbido ante el movimiento telúrico del 19 de septiembre.
Todos los reporteros, sin excepción, hicieron guardia en
aquel lugar con la esperanza de encontrar a Manuel. Fueron más de 60 horas de
espera, de angustia, hasta que apareció su cuerpo sin vida. El dolor se reflejó
en las páginas de La Jornada.
A Manuel Altamira le decían en Monterrey, Nuevo León, La
Tambora, por su carácter festivo, alegre, jovial. En La Jornada sus amigos
cercanos lo llamaban Capote, por su afición al gran escritor estadunidense
nacido en Nueva Orleáns, Truman Capote. En la redacción, o fuera de ella,
Altamira no se cansaba de decir que quería, como Truman Capote en su obra
maestra, A sangre fría, hacer un periodismo real y más cercano a la literatura.
Manuel Altamira Peláez nació en el estado de Puebla, pero su
vida profesional empezó en Monterrey como reportero policiaco en el diario Más
noticias. Cubrió la fuente policiaca con una visión social y política. Fue uno
de los periodistas que siguieron con detalle el desarrollo de la Liga 23 de
Septiembre en esa ciudad norteña: los operativos violentos contra esa organización,
los cateos de casas llamadas de seguridad, los enfrentamientos, secuestros, los
amotinamientos en la cárcel de Topo Chico, y la detención y desaparición de
Jesús Piedra, el hijo de la incansable luchadora social Rosario Ibarra de
Piedra.
Sus trabajos periodísticos provocaban irritación entre
funcionarios de los gobiernos estatal y federal. Miguel Nassar Haro, entonces
titular de la Dirección Federal de Seguridad, hoy acusado de desaparición
forzada de personas por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y
Políticos del Pasado, amenazó de muerte a Manuel Altamira.
Sus reportajes y crónicas enfurecieron al entonces gobernador
de Nuevo León, Alfonso Martínez Domínguez, porque decía que todo lo que
"oía y veía" lo publicaba. Hay una anécdota que el propio Manuel
contaba. Tres desconocidos lo golpearon salvajemente en una cantina de
Monterrey, en la época del propio Martínez Domínguez. Le rompieron una pierna.
Martínez Domínguez lo visitó en el hospital como muestra de
amistad e intentando deslindarse de cualquier sospecha de ser el autor
intelectual de la agresión. Frente a la cama de Altamira, en el nosocomio, el
mandatario estatal prometió castigar a los culpables, "caiga quien
caiga", y le ofreció ayuda.
La respuesta de Altamira fue impecable: "Lo único que
quiero es caminar, señor gobernador, y eso usted no me lo puede dar".
Trabajó en los diarios El Porvenir, Tribuna de Monterrey y
Diario de Monterrey, y en la revista Crónica. En la ciudad de México colaboró
en el noticiero de Radio UNAM -donde ganó el premio Teponaxtle de Oro-, y como
corresponsal durante la primera época unomásuno. También probó suerte en el
periódico Nueva Generación, editado en Puebla, al que renunció por la
injerencia de la Iglesia católica en la línea editorial.
En agosto de 1984, un mes antes de la salida de La Jornada a
la calle, se incorporó al diario, donde en pocos meses logró ser reconocido
como uno de los mejores periodistas del gremio. Su producción fue abundante y
de gran calidad.
Los reportajes sobre los mariguaneros de Chihuahua; la
entrevista con un presunto asesino del periodista Manuel Buendía; la historia
criminal del narcotraficante Rafael Caro Quintero; el asesinato de militares en
Puebla; la represión de campesinos en Chiapas; los fanáticos de Mexiquito; el
espionaje telefónico en Monterrey; los pescadores de San Fernando, y la
detención de Alfredo Ríos Galeana quedaron para los anales del periodismo
mexicano.
Manuel Altamira Peláez murió a los 38 años de edad, justo
cuando había aprendido a convivir entre el periodismo y la literatura. Su
última entrega apareció en la contraportada de La Jornada ese 19 de septiembre:
"Tepito nunca se va a acabar; el secreto: estamos benditos", rezaba
el encabezado.CVV.
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