El periódico La
Jornada cumple hoy 29 años de haber nacido; en contraste el gran periodista
Manuel Altamira, uno de los mejores reporteros de La Jornada, cumple 28 años de
haber muerto en un edificio de la Ciudad de México que el temblor del 19 de
septiembre de 1985 hizo que se desplomara. Los contrastes: ese día La Jornada
cumpliría su primer año de vida y Manuel Altamira tenía el encargo de hacer la
crónica del primer aniversario del periódico en las calles de la capital
mexicana. El destino hizo que el primer año de la vida de La Jornada se
convirtiera en su entierro en un edificio en donde también murió el músico Rodrigo
Eduardo González (Rockdrigo), la leyenda del Rock urbano en México. Como cada
año público alguno de los excelentes textos de Manuel Altamira como un homenaje
a su profesionalismo y a mi admiración por vida bondadosa; pero sobre todo para
que su trabajo periodístico se mantenga vigente.
¿Quién mato a Manuel Buendía?
El agente de la
Dirección Federal de Seguridad (DFS), Fernando Durruti,
protegido por José Antonio Zorrilla Pérez, cumplió ayer seis días preso en la Procuraduría General
de Justicia del Distrito Federal (PGJDF) por su presunta responsabilidad
material en el asesinato del periodista Manuel Buendía, cuyo primer aniversario
se cumple mañana.
Durruti, pelo quebrado castaño,
alto, blanco, fue detenido el jueves 23 de mayo junto con los también elementos
de la DFS Aristeo Cobos y Raúl Fullón, contra quienes había orden de
aprehensión por su posible participación en la matanza del río Tula.
Cobos y Fullón fueron
consignados ayer en el juzgado 27 de lo penal en relación con el caso Tula,
pero Fernando, de unos 30 años de edad, continuó incomunicado bajo severos
interrogatorios sobre el crimen del autor de la columna Red Privada.
El detenido fue fotografiado
en la madrugada y enfrentado a dos testigos del homicidio de Manuel Buendía,
uno de los cuales lo reconoció y otro rechazó que fuera el asesino.
Fernando, sospechosamente,
vivió prácticamente en la sede de la DFS, con la anuencia de Zorrilla Pérez, a
raíz del asesinato del periodista, perpetrado el 30 de mayo de hace un año
afuera de un estacionamiento contiguo al edificio marcado con el número 58 de
Insurgentes.
Salía muy ocasionalmente, con
extremas reservas y Zorrilla Pérez le pagó casi durante un año los gastos del
hotel localizado frente a la dependencia policiaca, en la plaza de la República.
Durruti y sus dos compañeros
fueron aprehendidos gracias a la denuncia que presentó en su contra el
comandante González Rueda, nuevo responsable de la DFS.
La captura del presunto asesino
de Manuel Buendía coincidió con la cancelación de la candidatura para diputado
federal de Zorrilla Pérez y de la divulgación de un amplio comunicado de la
PGJDF, en el que se hace un repaso del homicidio del periodista y se afirma que
“se cuenta con pistas de importancia que no es posible dar a conocer a la
opinión pública por razones obvias, pero se espera conduzcan a la
identificación y detención de los responsables”.
Durruti ingresó al Servicio
Secreto, después Dirección de Investigaciones para la Prevención de la
Delincuencia, pero renunció cuando se descubrieron los 14 cadáveres mutilados
flotando en el río Tula, durante el periodo de Arturo Durazo Moreno y Francisco
Sahagún Baca.
Viajó a Acapulco, donde trabajó
para un particular y, a mediados de 1983, recomendado por el comandante Arnulfo
Ríos, comisionado en Chihuahua, ingresó a la DFS.
Zorrilla Pérez lo protegió
desde un principio, a pesar de estar enterado de que había orden de aprehensión
en su contra por el caso Tula. Pero después de la muerte de Buendía apenas
salía a dormir al hotel frente a la sede de la corporación policiaca.
El agente de la DFS cumplió
años precisamente en la fecha en que mataron al periodista, el 30 de mayo. Ese
día, según la información de primera mano obtenida en exclusiva por La Jornada,
salió temprano a trabajar y llegó a su casa a las ocho y media de la noche,
casi dos horas después del homicidio que causó estupor e indignación en México
y en el extranjero.
Según sus familiares, quienes
han fracasado en su perseverante intento por entrevistarse con Fernando, éste
disfrutó de una cena. Estaba aparentemente tranquilo.
Pero luego se le arraigó en la
Dirección Federal de Seguridad, con el pretexto de que podrían detenerlo por lo
del río Tula.
Según información obtenida por
sus familiares, Durruti fue maquillado en la madrugada para la fotografía que
difundirá la PGJDF anunciando la captura del asesino de Buendía.
En el caso están personalmente
atentos la procuradora, Victoria Adato de Ibarra; el subprocurador, René Paz
Orta; el director de la
Policía Judicial , Raúl Melgoza Figueroa, y el comandante Luis
Aranda Zorrivas. (Publicado el 29 de mayo de 1985).
“Cuando quieren, pueden”
Columna Red Privada, 15 de mayo de 1984: “Cuando quieren, pueden. Tradicionalmente
se ha dicho así de los policías mexicanos, cuando se enfrentan a enigmas que
desafían la imaginación, la tenacidad, el valor y la pericia de los
investigadores. Pero a veces los hallazgos tienen consecuencias inesperadas”.
La frase premonitoria de don
Manuel Buendía, consignada dos semanas antes de ser abatido por cuatro tiros en
la espalda, parece explicar, a un año de distancia, la incapacidad, policiaca
para aclarar el proditorio crimen del periodista.
Y un mes antes, el 15 de abril,
pareció escribir su epitafio al comentar la agresión que sufrió Faustino Mayo,
decano de los fotógrafos de la prensa nacional:
“Si como parece, tus agresores
no serán identificados ni castigados –junto por supuesto con quien los haya
enviado--, los periodistas, todos, debemos inferir claramente que por medio de
tu susto, sangre y heridas, nos han enviado un mensaje.”
También, durante una charla con
el personal del periódico Zeta, de Tijuana, Baja California, el columnista
michoacano sostuvo que “los intereses son cada vez más grandes y más
insospechados, por ello, al paso del tiempo, todos los que nos dedicamos al
periodismo tendremos que comprar chalecos antibalas, porque se acerca la
temporada de caza”.
Hoy, a un año del crimen aún
impune del periodista, resalta un letrero en el edificio de Insurgentes 58: “Se
renta despacho; el conserje informa”.
Del directorio desapareció la
Mexican Intelligence Agency y hasta las cortinas fueron retiradas del piso
donde despachaba don Manuel Buendía. El polvo empaña las ventas y tapiza con su
suave capa el piso de parquet.
El escándalo del tráfico de las
seis y media de la tarde, hora en que mataron al periodista, sube atenuado
hasta el sexto piso. Desde ahí se contempla las espaldas de los grandes edificios
de Reforma, el pasaje semiarbolado de la Zona Rosa, la glorieta del Metro
Insurgentes y el monumento a Cuaúhtemoc.
En la barda del baldío de
enfrente escribieron el poemínimo de Efraín Huerta: “Disculpe las molestias que
le ocasiona esta obra de arte”. La culebra de automóviles se resiste a encender
las luces en esta tarde azul de mayo.
Sólo una pequeña lonchería
media entre el edificio y el estacionamiento en cuya entrada ocurrió el
asesinato. A los pocos días del hecho sangriento fueron removidos todos los
trabajadores. El personal es nuevo, nada saben del homicidio, pero no obstante,
permanentemente, son vigilados por agentes policiacos.
El 30 de mayo de 1984 Buendía despertó muy temprano, desayunó, como de
costumbre, con algunos amigos, y a media mañana llegó a su oficina, donde
telefoneó a cuando menos tres dependencias gubernamentales e hizo anotaciones
de asuntos que empezaba a abordar, entre ellos la relación de altos
funcionarios en el narcotráfico.
Comió con el subsecretario de
Relaciones Exteriores, Víctor Flores Olea, el diputado José Carreño Carlón y
otros funcionarios de la cancillería. Regresó al sexto piso de Insurgentes 58
donde siguió trabajando hasta las 18:30 horas.
A esa hora, decidió retirarse a
su domicilio. Descendió a pie los seis pisos del edificio acompañado de su
asistente Juan Manuel Bautista, pues el elevador tenía semanas descompuesto.
Ya en la calle, caminó al
estacionamiento contiguo para recoger su automóvil cuando se desató la tragedia
que provocó primero estupor y luego una indignación generalizada que recorrió
el país y traspasó las fronteras.
Un individuo de entre 27 y 30
años de edad, 1.70
metros de estatura, delgado, moreno, cabello castaño
corto, cejas pobladas, nariz rectilínea, boca mediana, labios delgados, bigote,
mentón prominente, con cachucha de beisbolista, pantalón de mezclilla, chamarra
negra y tenis, se le acercó por detrás, le levantó la gabardina y disparó dos
veces a quemarropa con un revólver 38 especial.
El periodista giró a su derecha
y el desconocido le disparó otros dos balazos que interesaron órganos vitales y
le provocaron una muerte instantánea. Cayó boca arriba, mientras su victimario
escapó velozmente rumbo al Metro Insurgentes, seguido infructuosamente por
Bautista.
José Antonio Zorrilla Pérez,
titular de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) arribó 15 o 20 minutos
después al lugar del crimen, seguido de cuando menos 40 policías.
Zorrilla, quien se decía amigo
de Buendía, penetró a la oficina, se apoderó del valioso archivo recopilado
durante más de 30 años de vida profesional e impidió que otros cuerpos
policiales interrogaran a los testigos.
Inclusive hubo fricciones entre
elementos de la DFS y de la Policía Judicial del Distrito Federal. Salieron a
relucir las armas de fuego y el ambiente se enrareció con los gases
lacrimógenos.
Después, en el sepelio,
Zorrilla Pérez, sin mayor información, se aventuró a declarar que el asesino
del autor de la columna Red Privada “no es un profesional”.
El asesinato provocó un caudal
de reacciones a todos los niveles. A su regreso de una gira por Oaxaca, el
presidente Miguel de la Madrid, según un comunicado oficial, expresó su más
enérgica condena y dio instrucciones a las autoridades correspondientes para
que “de inmediato se proceda a la realización de la más minuciosa investigación
que permita esclarecer los hechos y se logre la localización del o de los
responsables a la mayor brevedad posible”.
El secretario de Gobernación,
Manuel Bartlett Díaz, dijo que el gobierno “lamenta profundamente la
desaparición de Manuel Buendía, periodista de relieve nacional, que ejerció su
profesión apegado siempre a sus convicciones personales, en el ejercicio de un
periodismo crítico y sin ninguna cortapisa”.
Al día siguiente del homicidio,
51 periodistas e intelectuales que se estaban organizando para hacer posible La
Jornada, publicaron en El Universal un desplegado.
El texto decía: “queremos unir
nuestra protesta y nuestro duelo a los de la sociedad mexicana por el asesinato
de Manuel Buendía. En este hecho terrible que ensombrece desgarradoramente
nuestra vida pública, lamentamos la desaparición del gran periodista
independiente que se probaba todos los días como el mejor columnista de México
y como una de sus voces verdaderamente libres.
“Quien haya matado a Manuel
Buendía mató también parte de la independencia crítica, valentía ciudadana,
libre expresión y llano patriotismo que hay en la sociedad mexicana.”
En la capilla ardiente que se
instaló en Félix Cuevas, la viuda del periodista asesinado, Dolores Avalos,
gritó.
“Los escritos que originaron su
muerte se los arrojaremos al asesino, pero no morirán. Guardaremos tus
escritos, porque vivirán para siempre para que sirvan de ejemplo y los vean tus
hijos”.
Al día siguiente del crimen,
León García Soler dijo en el monumento a Zarco, ante periodistas, líderes
obreros, políticos, intelectuales y gente del pueblo, que “no estamos ante el
asesinato de un periodista político, estamos ante un atentado contra la salud
de la nación, frente a las manos armadas al amparo de la oscuridad en que se
agazapan la intolerancia y la prepotencia, desde donde sueñan con hacer del
clima político de México un medio propicio para el cultivo de la violencia
ciega y la represión, en el que se imaginan posible imponer la sumisión, donde
callen las palabras de los hombres libres”.
También se formó un “comité de
pares” que, teóricamente, se encargaría de vigilar que la investigación del
homicidio llegara hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, dicho comité
formado exclusivamente por periodistas, resultó inoperante, pues inclusive se
designó a varios de sus miembros sin consultarlos.
Y durante el acto por el Día de
la Libertad de Prensa, el 7 de junio, el presidente Miguel de la Madrid reiteró
que “la nación no le teme a la libertad, ni siquiera a sus abusos o
desviaciones, ya que el libre juego de las ideas hace aflorar la verdad tarde o
temprano”.
También lamentó y condenó
nuevamente el crimen de Manuel Buendía y comprometió a su gobierno a desplegar
su mayor esfuerzo por aclarar y castigar el homicidio.
Pero el Día de la Libertad de
Prensa se convirtió en homenaje nacional a don Manuel Buendía. En todos los
actos, ceremonias y banquetes se reiteró la condena e indignación por el crimen
que enlutó al periodismo y a la nación entera.
El acto más significativo se
desarrolló en el monumento a Francisco Zarco, al que asistieron miembros de
sindicatos nacionales, especialmente del de telefonistas, así como artistas,
periodistas e intelectuales, entre otros.
Uno de los oradores, el
periodista Miguel Angel Granados Chapa, dijo que el crimen que arrancó la vida
de Manuel Buendía sacudió a la parte más consciente de la sociedad mexicana,
dado que su prolongada carrera periodística, la naturaleza de su trabajo, la
influencia que había conseguido en el público y en los centros de decisión y,
sobre todo, su actitud ética y política, lo hicieron blanco certeramente
escogido para el logro simultáneo de varios objetivos.
Manuel Buendía, recordó
Granados Chapa, realizó una tarea permanente para descubrir fenómenos y
conductas que militan en contra de los intereses nacionales y populares, pero
la lección más honda que nos deja fue la de su patriotismo, confianza serena en
la historia y el destino de este país que hoy debemos todos revalorar cuando la
colonización parece triunfar y el desdén por lo nuestro y por nuestras
posibilidades quieren ahondarse, para encontrar los caminos de la libertad, la justicia
y la democracia.
El otro orador, Bulmaro
Castellanos, Magú, dijo que Buendía fue un hombre comprometido con la sociedad
que busca el cambio, y que el ominoso mensaje de su asesinato sólo podremos
enfrentarlo si nos unimos como trabajadores y canalizamos de manera organizada
y combativa nuestra demanda de justicia. Porque, afirmó, somos los trabajadores
de los medios los que, desde nuestra posición de clase y desde la ventaja de la
voz en los medios de información, tenemos el deber de que esos espacios estén
al servicio de los más altos intereses de la nación.
La investigación
¿Quién mató a Manuel Buendía?, ha sido la pregunta generalizada, plagada
de controversias, análisis y rumores que sigue inquietando a amplios sectores
de la sociedad mexicana.
Inicialmente la investigación
comandada por personal de la DFS hizo énfasis en señalar a los Tecos de la
Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG), y especialmente a su dirigente,
Antonio Leaño, como los principales sospechosos del atentado contra el
periodista.
Inclusive el 6 de junio del año
pasado, la DFS, encabezada por José Antonio Zorrilla Pérez, quien el sábado 25
de mayo huyó a España luego de que el PRI retiró su candidatura como diputado
federal por el primer distrito de Hidalgo, filtró información, nunca
comprobada, de que habían sido detenidos ocho Tecos en Guadalajara. Buendía, en
efecto, siempre puso al descubierto las actividades subversivas de la UAG y sus
ligas con la Agencia Central de Inteligencia estadunidense (CIA, por sus siglas
en inglés) y algunos grupos de extrema derecha que operan en Centroamérica y
Estados Unidos, principalmente.
Inclusive una de las últimas
columnas de Buendía descubrió que Antonio Leaño, vicerrector de esa casa de
estudios, había reclutado 300 ex guardias del extinto dictador de Nicaragua
Anastasio Somoza.
A ello, la UAG respondió con un desplegado a la “campaña sistemática de
desprestigio y difamación” en torno a la persona de Manuel Buendía. Incluso
afirma que en sesión extraordinaria del Consejo Universitario se acordó
demandar a las publicaciones que “eventualmente resulten responsables de hechos
y publicaciones calumniosas en agravio de la Universidad Autónoma de
Guadalajara”.
Las imputaciones contra los
Tecos perdieron fuera y se enfocaron las baterías contra la CIA, cuyas
actividades en México y nombres de sus principales agentes fueron
desenmascarados por el periodista asesinado un año atrás.
La esposa de don Manuel, María
Dolores Avalos, había declarado que en el único lugar donde festinaron el
asesinato del conocido columnista fue precisamente en la embajada de Estados
Unidos.
Lee Johnson, vocero de la
embajada estadunidense, dijo el 30 de mayo de 1984 que “lamentaba” la muerte de
Buendía, aunque reconoció que estaba en desacuerdo con él.
Sin embargo, a las 21 horas,
cuando la noticia del crimen era ampliamente difundida por todo el país y el
extranjero, Jonson declaró que él tenía información de que Buendía había sido
“atropellado por un motociclista”.
Las primeras investigaciones
también mencionaron como sospechosos a los máximos dirigentes del Sindicato
Revolucionario de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana, Joaquín
Hernández Galicia y Salvador Barragán Camacho.
Buendía, según uno de sus
íntimos amigos, investigaba al momento de ser victimado, entre otros temas, la
venta de petróleo en el mercado spot de Rotterdam, en el que estaría
involucrado el sindicado petrolero.
Arturo Durazo Moreno y
Francisco Sahagún Baca, director y subdirector de la policía metropolitana en
el sexenio anterior, respectivamente, también fueron mencionados entre los
sospechosos del asesinato de Buendía.
El periodista se había ocupado
de la corrupción que imperó en la policía capitalina y empezaba a rastrear la
matanza del río Tula, que después se demostró fue perpetrado por el temible
grupo de Los Jaguares, que operaba bajo las órdenes de Durazo.
El clásico retrato hablado
elaborado por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF)
tenía “enorme parecido”, según versiones de esos días, con un miembro de la
banda del Pelacuas, que asoló Guadalajara en los años 70 y que incluso habría
estado preso en el penal de Oblatos. Pero la supuesta “pista volvió a esfumarse
pronto”.
Jorge Díaz Serrano fue otro de
los sospechosos. Buendía había denunciado sus vínculos con el ex director de la
CIA y vicepresidente de Estados Unidos, George Bush, la orientación
antinacionalista de la política petrolera y la corrupción imperante durante la
administración que encabezó aquél en Petróleos Mexicanos.
Inclusive uno de los hijos del
ex funcionario hoy preso en el Reclusorio Sur fue detenido, vejado y torturado
durante 48 horas para que se declarara culpable del homicidio, según un
desplegado de prensa publicado en junio.
La lista de sospechosos se
incrementó notoriamente, pero muchos no fueron investigados, como el senador
por Colima señalado por Buendía como representante de los negocios de la UAG en
esa entidad.
Pero especialmente, Buendía,
según un miembro distinguido del Ateneo de Angangueo y uno de sus amigos más
entrañables, había recibido información de la vinculación de altos funcionarios
con el narcotráfico.
Esto es lumbre –habría
comentado Buendía a cuando menos uno de sus íntimos amigos-- al comentar la
información que poseía sobre el narcotráfico, tema que abordó en dos ocasiones
poco antes de ser abatido a tiros.
El periodista, según una
información no confirmada, se habría entrevistado con el titular de la
Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla Pérez, para comentar
acerca de la complicidad de funcionarios en el tráfico de drogas.
La DFS fue vinculada al
narcotráfico cuando se descubrieron los ranchos de Rafael Caro Quintero
sembrados de mariguana, el 8 de noviembre del año pasado.
Y directamente se mencionó a
Zorrilla Pérez como aliado de los cabecillas del narcotráfico a raíz del
asesinato del agente de la Agencia Antinarcóticos de Estados Unidos Enrique
Camarena Salazar, ocurrido en Guadalajara el 7 o el 8 de febrero de este año.
Uno de los sospechosos de haber
ordenado la muerte del agente estadunidense, Rafael Caro Quintero, logró huir
del aeropuerto de Guadalajara amparado en credenciales de la DFS firmadas
precisamente por Zorrilla Pérez.
Sin embargo, todas las “pistas
seguras” pronto empezaron a diluirse y quedó de manifiesto el desconcierto y la
incompetencia policial, a pesar de las promesas rutinarias de que se dispondría
de todos los recursos humanos y técnicos para aclarar el crimen.
La euforia y entusiasmos
policiacos pronto se desvanecieron, coincidentemente con una sensible baja en
la producción de informaciones periodísticas sobre el sonado caso.
El 4 de junio del año pasado,
el comandante de la PGJDF,
José Luis Falcón Martínez, encargado de conducir las pesquisas, renunció
sorpresivamente sin mayor explicación. También se informó que ya se tenía el
retrato hablado del homicida, mismo que había sido distribuido entre unos 6 mil
policías, los cuales nunca lograron concretar la aprehensión del supuesto autor
material del homicidio.
Y a una semana del asesinato, el director de la Policía Judicial del
Distrito Federal, José Trinidad Gutiérrez Sánchez, se quejó de que la DFS “se
apropió del archivo de Buendía y se ha negado a colaborar o a intercambiar
información con otros cuerpos de seguridad”.
Y en una confesión inusitada en
los jefes policiacos, Gutiérrez Sánchez afirmó: “estamos como al principio;
prácticamente no tenemos nada; sin embargo, confío en tener éxito pronto”. Poco
después se le pidió su renuncia.
Las autoridades policiales,
ante la imposibilidad de dar con el homicida, contrataron al ex director de la
DFS, Miguel Nassar Haro, quien estableció un despacho de investigaciones
privadas en Insurgentes Sur, luego que se le relacionó con un escándalo
binacional por hurto de vehículos.
Nassar, a quien el propio
Buendía reconocía sus atributos de investigador, pero censuraba sus métodos
poco ortodoxos, se encargó durante cuatro meses de la investigación.
El ex jefe policiaco, según
algunos allegados, avanzó notoriamente en la investigación, filmó la
reconstrucción del crimen, pero sorpresivamente, sin dar ninguna explicación,
se retiró del caso.
Y el 27 de septiembre, en
conferencia de prensa, la procuradora Victoria Adato de Ibarra se ganó la
reprobación general al asegurar que el crimen del periodista carece de móviles
políticos. La funcionaria no fundamentó su acierto.
Fue la fecha en que la
procuraduría enfiló sus baterías a tratar de encontrar en la vida privada del periodista
las razones de su muerte. Fracasaron, pero se molestó a varias personas y
amigos de Buendía.
La Unión de Periodistas
Democráticos se quejó sistemáticamente de que la procuraduría ignoraba sus
demandas, lo que originó una tibia respuesta del subprocurador Paz Orta, quien
dijo que las pesquisas estaban adelantadas en un 80 por ciento y que la
siguiente fase se limitaba a perseguir y capturar al homicida.
Desde finales del año pasado ya
casi no aparecían notas acerca del crimen. Sólo dos periodistas, Miguel Angel
Granados Chapa y Francisco Cárdenas Cruz, se refirieron a Buendía todos los
días 30 de cada mes.
Y a un año de distancia, las
pesquisas parecen estancadas, igual que al principio, al menos para la opinión
pública. Las dudas, las hipótesis y los rumores persisten y la indignación y el
dolor cobran fuerza. (Publicado el 30 de mayo de 1985, con la colaboración de Blanche
Petrich).
“Definitivamente, Durruti no es
el asesino de Buendía”
A través del grueso cristal verdoso, Juan Manuel Bautista, asistente de
don Manuel Buendía y testigo del crimen que hoy cumple un año sin ser aclarado,
observa detenidamente al agente de la Dirección Federal
de Seguridad (DFS), Fernando Durruti, y dice convencido:
--Definitivamente él no es el
asesino.
--¿Seguro?
--Absolutamente.
Bautista manifestó a La Jornada
que el viernes 24 de mayo, al día siguiente de la captura de Durruti, varios
agentes lo llevaron a la procuraduría para que identificara a éste como el
asesino del periodista.
El muchacho, quien trabajó más
de dos años al lado del periodista sacrificado, declaró que Durruti no es el
individuo que disparó a traición contra el periodista la tarde del 30 de mayo
de 1984 en la puerta del estacionamiento contiguo al edificio marcado con el
número 58 de Insurgentes Sur.
--No coincide ni en el color de
piel, ni en la estatura, ni en la edad --observó Bautista en una entrevista
telefónica.
Explicó que el homicida es
moreno, de 1.70 metros
de estatura, aproximadamente y pelo negro, mientras que Durruti es blanco, de
cabello castaño, más alto y más delgado.
Bautista expuso que él conoció
y trató a Durruti cuando trabajó en la Dirección Federal de Seguridad, en el
archivo de fotografía, antes de colaborar en el despacho de don Manuel.
Inclusive, apuntó, Durruti lo
recogió afuera del panteón después del sepelio del periodista y lo llevó a la
DFS.
--Nos conocemos bien.
Hace una pausa, medita.
--No se puede inculpar a un
inocente; si Fernando fuera el homicida ya lo hubiera dicho, no tiene caso que
se alargue más la solución del caso.
Durruti permanecía anoche
incomunicado en los separos de la Procuraduría General de Justicia del Distrito
Federal (PGJFD), sometido a severos interrogatorios, respecto de su presunta
participación en el caso Buendía.
La duda persiste, pues una
mujer que chocó con el asesino del periodista, cuando escapaba velozmente,
reconoció a Fernando como el homicida.
Un empleado del Departamento de
Prensa de la procuraduría dijo al reportero, entre dientes, con reserva:
--Van bien; síganle por ahí
–refiriéndose a la información que publicó ayer La Jornada sobre el posible
homicida del columnista.
El director de Averiguaciones
Previas, Abraham Polo Uzcanga, negó tener conocimiento siquiera de la captura
de Durruti, a pesar de que después trascendió que estaba a su disposición.
Durruti, quien perteneció al
grupo Los Jaguares, está acusado de participar en la matanza del río Tula, a
principios de 1982, por lo que pesa una orden de aprehensión en su contra,
girada por el juez 27 de lo penal, Juan Roberto Villalobos.
El juez informó que Raúl Fullón
y Aristeo Cobos, también agentes de la DFS y detenidos juntos con Durruti,
fueron puestos a su disposición en relación con el caso Tula.
En la DFS señalaron que Durruti
puede tener participación en el crimen colectivo, pero definitivamente es ajeno
a la muerte de Buendía.
--Andan pisando mal –dijo un
comandante.
Y agregó:
--Lo de Buendía está más allá
de lo que puedan imaginarse. (Publicado el 30 de mayo de 1985 con la
colaboración de Pascual Salanueva).
En el caso Buendía sólo se
requiere “echarle ganas”
La policía mexicana, una de las más intuitivas y perspicaces del mundo,
sólo requiere “echarle ganas” para resolver el crimen del periodista Manuel
Buendía, perpetrado –a sangre fría y a traición-- el 30 de mayo de 1984,
declaró el subdirector de la Policía Judicial Federal (PJF), Manuel Baena
Camargo.
Amigo personal de Buendía desde
que éste destacó como reportero policiaco con “extraordinarias dotes” de
investigador, no como los periodistas actuales –“sin que se ofenda nadie”-- que
basan sus informaciones en versiones oficiales, a Baena le caló hondo el
homicidio del autor de la columna Red Privada.
Sin embargo, cuando se le
inquiere sobre los obstáculos o intereses que pudieron haber torcido o detenido
la investigación, el funcionario se defiende:
--Yo nunca he estado metido en
el caso --aclara.
Baena, con 45 años como
investigador, desde que la capital del país contaba apenas con un millón de
habitantes, y maestro de las academias de policía de la Procuraduría General de
Justicia del Distrito Federal y de la desaparecida Dirección de Investigaciones
para la Prevención de la Delincuencia, el subdirector de la PJF sentencia:
--Les juro que si yo supiera
quién mató a Buendía ya le hubiera dado en la madre.
Reiteró que la policía mexicana
dispone de la intuición y experiencia suficientes, probadas en múltiples
ocasiones, para dar con los autores materiales e intelectuales del homicidio
del periodista.
--Lo único que falta es
echarle ganas --precisó.
Dijo que ante la intuición del
policía mexicano, el investigador estadunidense se semeja al nopal de San Luis
Potosí, grande y baboso, pero en cuestiones técnicas “no les llegamos ni a…”
Insistió en que el asesinato de
Buendía no debe resultar una barrera infranqueable para la policía, pues ésta
ha demostrado su capacidad para resolver inclusive crímenes más intrincados.
Por su parte, el también subdirector
de la PJF, Rafael Rocha Cordero, sostuvo que la policía nacional es, sin
eufemismos ni retóricas, “la mejor del mundo”.
Rocha Cordero dijo lo anterior
durante una charla informal con los reporteros, en la que se abstuvo de
declarar sobre la aparente inmoralidad que privó en la Dirección Federal de
Seguridad durante la administración que encabezó el ex candidato a diputado
federal por Hidalgo José Antonio Zorrilla Pérez.
Baena dijo que “siempre ha sido
policía”, con excepción del pasado régimen, cuando se retiró por estar en
desacuerdo con la forma en que laboraban las policías mexicanas. Y sobre el
crimen de Buendía, tema central de la charla, expuso:
--Tiene, por fuerza, que
resolverse. (Publicado el 5 de junio de 1985)
¡Yo maté a Buendía!
Las rudas botas negras contrastan con el pantalón entallado, lustroso,
del mismo color. La barba rala brota del rostro ojeroso, de adolescente. El
tono de voz sin matices, los ademanes tranquilos y la confesión única,
invariable.
--Yo soy el asesino de Manuel
Buendía.
Ricardo Tardiff Jaimes tiene 18
años, pero aparenta algunos más. Es bisexual, según sus propias palabras. Ha
sido bailarín, vendedor de ropa, empleado, cocinero, entre otros oficios, desde
que abandonó su casa, en 1982, atribulado por los constantes pleitos
familiares.
Tiene 18 días en poder de la
policía, en el Distrito Federal y aquí, en Chilpancingo. Y sistemáticamente,
con presiones o sin ellas ha repetido, coherentemente, cómo dio muerte al
periodista en el anochecer del 30 de mayo de 1984.
No revela miedo ni angustia.
Durante las tres horas de entrevista con La Jornada dibuja los mínimos detalles
del crimen y responde a todos los requerimientos.
--Denme agua –el comandante de
la Policía Judicial de Guerrero, Rodolfo Lázaro Aussenac, se levanta, abre el
refrigerador y le entrega un envase agua mineral.
“El 28 de mayo de 1984 –dice--
encontré a Joel en la calle 5 de Mayo. Eran como las dos o tres de la tarde,
frente a una tiende que vende artículos de cuero. Tres meses antes empezaron
las amenazas a mi familia. Había problemas. Me acababa de recuperar de una
etapa de autodestrucción.
“Me habló algo de las amenazas.
Eso me sacó de onda. Y me dijo que si quería que cesaran tenía que hacerle un
favor. No le pregunté de qué se trataba. Me dio su teléfono, parece que estaba
hospedado en el hotel Canadá y me dijo que le hablara al día siguiente.”
Ricardo había conocido a Joel
García Cisneros dos años atrás en la Alameda. Atravesaba por una crisis moral y
económica. No tenía donde vivir ni a quien acudir para paliar el hambre que
empezaba a hostigarlo, dice.
Joel, un hombre de 37 años,
robusto, sin oficio comprobado, homosexual activo –según confesó-- y
autodenominado “muy inteligente” lo abordó en una banca del parque.
--¿Quieres trabajar conmigo?
–le preguntó.
Ricardo recuerda que vio con
desconfianza al extraño, que le sonreía arrobado.
--En qué.
--De modelo.
Vivieron juntos un mes en el
hotel San Salvador, Joel bebía mucho, nunca trabajaba, era irascible, violento
y extremadamente celoso. Se separaron, pero seguían viéndose ocasionalmente.
Ricardo agota de un largo trago
el líquido. El trajín de las secretarias y de las máquinas de escribir de la
oficina contigua opacan por momento el relato.
Retorna el encuentro con Joel,
el 28 de mayo, dos días antes del asesinato del autor de la columna Red
Privada.
“El 29 le hablé por teléfono
para ponernos de acuerdo. Básicamente me explicó que se trataba de un
homicidio. Había que matar a un hombre que le estaba estorbando a otras
personas muy importantes.”
Empieza a hacer calor en la
oficina policiaca sin ventilación. Se levanta, se quita la chamarra y toma un
cigarrillo del escritorio.
--Recuerdo que no dormí esa
noche –acota.
El 30 de mayo llegó a la
Alameda a las 16:45 horas. Había quedado de ver a Joel entre cuatro y cinco de
la tarde. Se sentó en una banca exactamente frente al cine Variedades. Meditó
más de media hora y finalmente aceptó ir a la cita con su viejo amigo.
Joel estaba de mal humor.
Estacionó su auto Rambler azul 79 frente al monumento a Beethoven. Tocó el
claxon tres o cuatro veces.
--Ya ni la chingas, por qué
llegas tan tarde –le recriminó.
Ricardo no contestó. Azotó la
puerta del vehículo y apretó la pistola escuadra calibre 38 y una bolsa de
papel con dinero que le entregó Joel.
El auto avanzó lentamente, dio
vuelta a la derecha por la avenida Juárez y frente al hotel Del Prado Ricardo
recibió una orden contundente.
--Agáchate.
Más de una hora permaneció con
la cabeza pegada en los muslos mientras el auto circulaba por el centro de la
ciudad, a la hora más intensa del tráfico.
Calcula que a las 19:10 o 19:20
horas, Joel detuvo bruscamente el vehículo.
--El es –gritó nervioso.
Ricardo, según su relato,
levantó el rostro aturdido, confuso.
--¿Cuál?
--El de azul.
“Me bajé casi enfrente de él
cuando iba dando vuelta al estacionamiento. Le agarré el brazo izquierdo y
cuando quiso voltear disparé, lo hice en cuatro ocasiones. Recuerdo que con la
pistola en la mano le pasé rozando el muslo hacia arriba. La persona lleva la
inercia de caer bocabajo, pero dio un giro y cayó bocarriba.” (Publicado el 21
de agosto de 1985).
Para
que se declarara inocente lo torturaron
Usualmente la policía maltrata a los detenidos para arrancar
confesiones. Pero en el caso de Ricardo Tardiff Jaimes fue diferente. El fue torturado
por agentes de la Policía Judicial del Distrito Federal (PJDF) para que se
retractara de su confesión de haber asesinado al periodista Manuel Buendía
Tellezgirón.
Tardiff, de 18 años, y Joel
García Cisneros, de 37, fueron trasladados el viernes, desde la capital de
Guerrero al Distrito Federal, para realizar una reconstrucción del asesinato de
Buendía.
Ese mismo día, agentes de la
Policía Judicial Federal abordaron a Juan Manuel Bautista, ayudante de Buendía
y testigo clave del crimen, y lo trasladaron, presuntamente a Morelos. Nunca
fue careado con Tardiff.
En la reconstrucción del crimen
participaron policías de Guerrero, federales y del Distrito Federal, quienes en
un principio coincidieron en señalar que Tardiff y Cisneros estaban implicados
en la muerte del autor de la columna Red Privada.
--Estos son los buenos --dijo
el comandante del cuarto grupo de homicidios de la PJDF, Federico Balderas, al
director de la Policía Judicial de Guerrero, Carlos G. Márquez.
Inclusive Balderas, con casi 35
años de experiencia en investigación policial, firmó un oficio el sábado a las
tres de la madrugada en el que se especifica que quedan bajo su resguardo
Tardiff y Cisneros, presuntos responsables de la muerte de Manuel Buendía.
Pero siete horas más tarde, a
las 10 de la mañana del sábado pasado, Balderas se comunicó con el director de
la Policía Judicial de Guerrero para exigirle el oficio.
--Vamos a soltarlos porque
éstos no tienen nada que ver con el crimen.
Márquez se extrañó muchísimo.
Sabe que la policía necesita mucho más tiempo para concluir una investigación,
que inclusive ya se sabía agotada cuando Tardiff y Cisneros llegaron a la PJDF.
--Apuesto mi cabeza a que sí
son los homicidas --recalcó el jefe policial de esta entidad, y condicionó la
devolución del oficio a la entrega de los dos detenidos.
Tardiff dice que durante su
estancia en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal fue
torturado para que se retractara de la versión pormenorizada que ha revelado desde
hace casi 20 días sobre el crimen perpetrado el 30 de mayo de 1984.
Muestras las huellas dejadas
por las agujas que penetraron en sus uñas. También fue abofeteado y advertido
de que debía olvidarse del asesinato del periodista.
Tardiff, quien confesó
voluntariamente el asesinato de Buendía, en una crisis nerviosa, luego de
negarse a cumplir las instrucciones de asesinar al abogado Guillermo Porter,
propietario de la discoteca El 9, de Acapulco, aparenta tranquilidad.
--Ya no quiero cargar en la
conciencia ese crimen --repite constantemente ante el reportero.
Dice que en la Procuraduría
General de Justicia del Distrito Federal lo golpearon cuando mencionó el nombre
de Lucas Pacheco, socio de Porter y presuntamente implicado en tráfico de drogas.
--No vuelvas a mencionar ese
nombre --le dijo el comandante Balderas, mientras sus subordinados lo golpeaban
a placer.
La PJDF hizo comparecer a Rosa
Elvia Chávez y Jorge Ramírez Flores, testigos del homicidio, quienes negaron
reconocer a Tardiff y a Joel Cisneros.
Sin embargo, Juan Manuel
Bautista, el ayudante de Buendía y principal testigo de los hechos, nunca
estuvo frente al presunto homicida.
Agentes de la PJDF lo buscaron
el viernes en la Fundación Manuel Buendía, donde labora, con el pretexto de que
lo necesitaban para que reconociera a posibles implicados en la muerte del
periodista.
Bautista no apareció el
viernes, ni sábado ni domingo. El lunes, un agente federal informó que ellos lo
tenían sano y salvo, en un lugar no mencionado del estado de Morelos. El
muchacho apareció la tarde del martes, aparentemente en buenas condiciones de
salud. Anoche no fue posible localizarlo.
La noche del lunes, la
Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal emitió un boletín de
prensa en el que señalaba que Tardiff, “mitómano, producto de su
homosexualidad”, se había declarado culpable del crimen de Buendía, pero que no
lo era.
Había inmiscuido en el caso a
su amigo Joel Cisneros para vengarse de él, por las constantes golpizas y malos
tratos que recibía.
Sin embargo, el perito de
psiquiatría forense de la procuraduría capitalina, Rogelio Alonso Barrera,
examinó al muchacho. Este es el parte médico.
“El suscrito, perito médico
psiquiatra forense adscrito a esta Procuraduría; en virtud de la designación
hecha al efecto por el C. Director General de los Servicios Periciales, he sido
encargado de examinar a Ricardo Tardiff Jaimes, a fin de dictaminar su estado
mental, según oficio arriba indicado. El resultado fue el siguiente: quien dijo
llamarse Ricardo Tardiff Jaimes manifiesta 18 años de edad, soltero,
‘bailarín’; con instrucción escolar a nivel secundaria; originario y vecino de
México, D.F --ocupa el segundo lugar de la cronología familiar, de un hogar
desorganizado--; vive fuera del hogar desde los 15 años, ‘porque sus padres se
peleaban seguido’ (…) a partir de esa edad se dedica a vivir de subempleos,
como son el baile, mímica y en ocasiones a llevar un comportamiento parasocial;
niega ser usuario de drogas, eventualmente consume alcohol y fuma tabaco con
promedio de una cajetilla de cigarrillos al día; se dice bisexual.
“Su examen mental revela:
persona del sexo masculino de edad aparente que concuerda con la real, en
regular estado de aliño e higiene personal; íntegro, bien conformado; a veces
amanerado; actitud histriónica, actuante y adoptando posiciones para llamar más
la atención; la marcha es normal. El discurso es coherente, congruente, bien
enunciado, en tono y velocidad normal; no tiene trastornos en el contenido ni
curso del pensamiento; bien orientado en persona, tiempo y lugar; memoria para
hechos recientes y pasados es apropiada; atención y comprensión adecuadas;
afectivamente tranquilo y asume posturas para intentar ‘darse importancia’.
“Juicio, auto y heterocrítica
apropiadas y dentro de la realidad. Su nivel intelectual corresponde a un
término medio-normal. Conclusión: Ricardo Tardiff Jaimes no presenta
perturbación de sus facultades mentales, conservando su capacidad de QUERER Y
ENTENDER.”
Tardiff y Cisneros llegaron a
Chilpancigo el martes en la mañana. El primero sostuvo que efectivamente él
asesinó a Buendía y el segundo rechazó cualquier relación con ese hecho. Ambos
fueron liberados anoche. (Publicado el 22 de agosto de 1985).
Porter relata su encuentro con
Tardiff
El teléfono de la habitación 406 del hotel Casablanca de Acapulco alteró
el silencio de la madrugada. El abogado Guillermo Porter despertó sobresaltado
y buscó el auricular con movimientos titubeantes.
--Bueno --se había dormido un
par de horas antes. Estaba embotado por el alcohol y el consumo exagerado de
cigarrillos.
Aguzó el oído cuando una voz
masculina, que no logró reconocer, le dijo:
--Andate con cuidado, porque te
vamos a matar.
Porter se quedó con el aparato
en la mano, semirrecostado, cuando el desconocido cortó la comunicación. Pensó
que se trataba de una broma de mal gusto. Intentó reconciliar el sueño en vano.
Eran las 11 horas del 28 de
junio cuando abandonó el hotel y en un Atlantic último modelo se dirigió a la
discoteca El 9, de la cual es propietario en sociedad con Lucas Pacheco,
presuntamente involucrado en el narcotráfico.
El abogado se encerró en su
oficina con la correspondencia del día. Revisó los sobres, uno de los cuales,
sin remitente, le llamó la atención. Rasgó el papel y desdobló la hoja con
ansiedad.
Cuatro palabras manuscritas le
golpearon el estómago y las sienes.
--Te vamos a matar.
Porter, de 37 años, espigado,
cabello escaso, de maneras afables, recordó que Lucas Pacheco y otros miembros
de la mafia del narcotráfico han tratado de convencerlo para que autorice la
distribución de drogas en su discoteca.
Relacionó incluso dos robos
ocurridos en su negocio, en mayo, de donde se llevaron documentos contables,
principalmente, con las dos amenazas recibidas en cuestión de horas.
Al día siguiente, según
recuerda durante una amplia entrevista con La Jornada, un inspector del puerto
de Acapulco lo abordó y casi al oído le confesó:
--Ten cuidado; Lucas Pacheco
tiene interés en sacarte de Acapulco.
El 30 de junio, según dijo, se
encontraba en la playa Condesa cuando se le acercó Ricardo Tardiff Jaimes,
quien se hacía acompañar de un amigo llamado Edgar, para pedirle trabajo de
bailarín.
Ricardo sabía todo de Porter:
nombre, dónde vivía, con quién estaba asociado en la discoteca, la marca, color
y placas de su auto, lugares que frecuentaba.
--Soy miembro del ballet de
Guatemala, pero ya estoy cansado de viajar y prefiero trabajar en Acapulco
--insistió el muchacho, de 18 años, pelo claro lacio, estatura regular,
extrovertido y aparentemente tranquilo, ecuánime.
Sin mayores averiguaciones,
Porter contrató al muchacho. Se encargaría de la coreografía, de las audiciones
y de las entrevistas con los aspirantes a trabajar en El 9.
El abogado dijo que cuando vio
a Tardiff tuvo la certeza de conocerlo de alguna parte. Hizo esfuerzos para
recordar, pero persistió la incertidumbre.
En el restaurante del hotel
Casablanca quiso salir de dudas.
--Yo te conozco de alguna
parte.
Ricardo también tenía esa
sensación, pero no lograba precisar dónde ni cuándo.
--¿Cómo te apodan?
--Kabic, que quiere decir lobo
solitario.
--Yo conocí un Kabic hace dos
años en un Vips de la ciudad de México. Nos presentó Jaime García Granados.
--Yo soy --exclamó con gusto
Tardiff.
Desde ese momento se
intensificó la relación amistosa entre Ricardo y Guillermo. Se les veía juntos
la mayor parte del día y empezaron a intimar.
El jueves primero de agosto
visitaron a Porter en el hotel Casablanca representantes de una firma vinícola,
que deseaban introducir una bebida en El 9.
Comieron en el restaurante
Chilpancingo, incluido Ricardo, y luego permanecieron durante cuatro horas en
la discoteca de Porter. De ahí se dirigieron al Tequila Club.
Durante la plática salió a
relucir el nombre de Lucas Pacheco y a Porter le extrañó que Ricardo lo
describiera con tanta precisión.
--¿Lo conoces?
Ricardo guardó silencio.
Permaneció ensimismado en sus pensamientos hora y media y sorpresivamente
rompió a llorar.
Porter dice que no trató de
interferir en su sentimiento. Pensaba que la música le recordaba algo que lo
atormentaba.
El muchacho limpió las lágrimas
y rompió el silencio.
--¿Qué piensas de los
traidores?
A Porter le sorprendió la
pregunta.
--No entiendo.
--Vámonos --pidió Tardiff con
vehemencia.
El Atlantic se deslizó
velozmente por la costera Miguel Alemán. Porter conducía con seguridad. Tardiff
acomodó la cabeza en el respaldo de su asiento y empezó a hablar.
--A mí me contrataron para
matarte.
El abogado, visiblemente
impresionado, aminoró la velocidad y estacionó el auto por esa vía.
--No te creo.
--Te estoy diciendo la verdad.
Ricardo se incorporó y puso
énfasis en sus palabras. Porter escuchaba con ansiedad.
--Además, no es la primera vez…
Ya antes me habían contratado para un trabajo semejante.
Hizo una pausa que se prolongó
medio minuto.
--Yo –el tono de voz firme,
segura-- maté a Manuel Buendía. (Publicado el 23 de agosto de 1985).
El Atlantic rojo avanza por la costera Miguel Alemán de Acapulco. Guillermo Porter retiene la frase reveladora de su amigo, a quien mira de reojo.
--¿Y quién era Manuel Buendía?
--Un periodista muy famoso
--contestó Tardiff Jaimes.
El auto se estacionó frente a
la tercera agencia del Ministerio Público del puerto. Porter intercambió breves
palabras con el comandante Sergio, que estaba de guardia, y pidió a Ricardo que
se acercara.
--Platícale al comandante quién te contrató
para matarme.
El muchacho se acomodó en una
de las sillas de la reducida oficina. Porter y el comandante, de pie,
escuchaban atentos.
Dijo que un viejo amigo, Joel
García Cisneros, a quien conoció en la Alameda de la capital del país, en 1983,
le entregó dos revólveres y 20 mil pesos de viáticos para que viajara a
Acapulco y asesinara a Porter.
Ricardo se hizo acompañar por
un amigo íntimo, Edgar, para cumplir el trabajo. Dijo tener conocimiento de que
Lucas Pacheco, presuntamente involucrado en el tráfico de drogas, es uno de los
interesados en la desaparición de Porter.
El propietario de la
discoteque El 9 decide no levantar la denuncia correspondiente y rastrea
Acapulco, en compañía de Ricardo y del comandante policial, para localizar a
Edgar, quien ya había regresado al Distrito Federal.
A las seis de la mañana el
abogado decide trasladarse con Tardiff a la capital de Guerrero para hacer del
conocimiento del director de la Policía Judicial del estado, Carlos G. Márquez,
la versión del asesinato de Buendía y el plan para matar a Porter.
En el trayecto, Porter
interroga más estrechamente a su amigo sobre ambos casos. Tardiff repite
siempre la misma historia, sin contradicciones. Y sólo menciona el nombre de
Joel García Cisneros.
Dos horas después llegan a
Chilpancingo. El abogado toca insistentemente en la casa del director de la
Policía Judicial, quien atisba por una de las ventanas.
--Es urgente --le grita.
Márquez tiene 30 años de policía.
No se deja llevar por indicios circunstanciales o versiones descabelladas.
Analiza, reflexiona, escucha, pregunta, investiga, busca pruebas.
El caso de Porter pasa a un
segundo término y pone atención al crimen de Buendía. Ricardo repite siempre la
misma versión. Insiste que él disparó el 30 de mayo la pistola que segó la vida
del periodista, por instrucciones y con la complicidad de García Cisneros.
Después, en un Gran Marquis
color vino, se trasladan a la capital del país el director de la Policía
Judicial de Guerrero, el comandante Rodolfo Lázaro Aussenac, dos agentes y
Tardiff, para ubicar a García Cisneros.
Lo buscan en varios hoteles
donde ha estado hospedado. Rastrean la Alameda y algunos restaurantes que
frecuenta, sin éxito.
Pero los agentes no se dan por
vencidos. Hacen guardia frente al hotel Virreyes. La espera es monótona,
aburrida, hasta que Tardiff se agita en el asiento y grita:
--El es… el del paraguas.
El comandante Lázaro y los
agentes saltan del auto y capturan a García Cisneros. No opone resistencia ni
trata de huir. Le dicen que hay una denuncia en su contra por violación.
Joel viaja en el asiento
trasero del auto último modelo con los ojos vendados. Intenta saber quién lo
acusó, a dónde lo llevan, pero un frío silencio invade el ambiente.
Después de tres horas y media
de viaje sin escalas llegan a la casa de dos pisos del comandante Lázaro.
Siempre vendado de los ojos, Joel permanece desnudo encerrado por horas en un
cuarto.
Esperan la madrugada para iniciar
el interrogatorio. Lázaro formula las preguntas.
--¡Cómo se llama el niño que
violaste?
Joel, de 37 años, se resiste.
Asegura que lo están confundiendo, que él es ajeno a hechos de esa naturaleza.
El interrogatorio insiste en la
violación, pero sorpresivamente cambia de giro.
--¿Y lo de Buendía?
Joel palidece. No contesta.
Trata de organizar sus pensamientos. Los jefes policiacos lo observan e
intercambian miradas de inteligencia.
--No sé de qué me hablan
--responde visiblemente alterado.
Lo dejan solo nuevamente. Es
parte de la estrategia policial para quebrar su fortaleza. Dos horas después
vuelven a la carga.
--Sabemos lo de Buendía --le
insisten.
Joel se defiende. Niega.
Rechaza hablar del caso del periodista asesinado.
--Tenemos a Ricardo Tardiff y
ya confesó. (Publicado el 24 de agosto de 1985).
No cabe duda de
que estos son los buenos
El comandante de la Policía Judicial Federal, Alejandro Salas, ordena
que retiren la venda que cubre los ojos de Joel García desde principios de
agosto. La luz violenta y desbordada lastima e hiere la pupila alterada.
--¿Tienes frío? –el detenido
parpadea intensamente. En vano intenta ver a su interlocutor. Contesta con un
movimiento de cabeza mientras se palpa el cuerpo desnudo.
--¿Quieres una copa de brandy?
Salas no espera la respuesta. El personalmente sirve la copa que Joel
bebe de un sorbo.
--Sí.
--¿Cómo te han tratado?
Rodolfo Lázaro Aussenac, de la
Policía Judicial de Guerrero, interviene para afirmar que a Joel se le ha
tratado bien, se le ha dado de comer y respetado sus derechos.
Sacude a Joel, que hace
esfuerzos por normalizar su visión.
--A ver, dile al comandante si
te hemos golpeado…
Salas escucha la declaración de
Joel. Este reconoce que participó en el asesinato de Manuel Buendía, por
encargo de Fernando Rodríguez Ruiz, que trabaja en Negromex, filial de Pemex, y
a quien conoció ocasionalmente en un centro nocturno de homosexuales en México.
La declaración del detenido
coincide exactamente con la versión que había rendido días antes ante las
autoridades judiciales de Guerrero.
Después interroga a Ricardo
Tardiff, quien repite, siempre con lujo de detalles, cómo asesinó al periodista
la tarde del 30 de mayo de 1984.
El comandante de la Policía
Judicial decide retornar al Distrito Federal para la reconstrucción de los
hechos. Viajan con él los dos detenidos y los dos principales jefes de la
Policía Judicial de Guerrero, Carlos G. Márquez y Rodolfo Lázaro.
Se unen a la investigación
agentes de la Policía Judicial del Distrito Federal comandados por Federico
Balderas, uno de los más experimentados elementos de esa dependencia.
A mediados de agosto, en autos
diferentes, Joel García y Ricardo Tardiff, custodiados por policías fuertemente
armados recorren lentamente la avenida Insurgentes.
--¿En qué estacionamiento
mataron a Buendía?
Joel empieza a clamar
inocencia. Se queja ante el comandante de la Policía Judicial Federal de
torturas y otras presiones por parte de su similar de Guerrero.
Tardiff, en cambio, persiste en
su culpabilidad, pero se equivocó de estacionamiento. Señaló un negocio
distante más de 100
metros , también por Insurgentes, del lugar donde
asesinaron al periodista.
--Estás mintiendo –Salas amenaza
con golpear a Tardiff. Dice que no está dispuesto a perder el tiempo ni a
soportar mentiras.
En un segundo recorrido el
muchacho reconoce el sitio del crimen y explica a los agentes la forma en que,
según él, descendió del Rambler azul y disparó a quemarropa los cuatro tiros
fatales contra el autor de la columna Red Privada.
Federico Balderas, con más de
30 años de antigüedad en la Policía Judicial del Distrito Federal, comenta con
Carlos G. Márquez.
--No cabe duda que éstos son
los buenos –dice convencido.
Al día siguiente, para
continuar la investigación, los agentes federales y el personal de la Policía
Judicial de Guerrero quedaron de verse en un hotel localizado por la avenida
Cuaúhtemoc de la capital del país.
La cita era a las tres de la tarde,
pero Márquez y su gente esperaron hasta las 19 horas la llegada de los
federales, quienes por su cuenta se trasladaron a Guanajuato, presuntamente
para aprehender a Rodríguez Ruiz.
Salas comprobó que
efectivamente Rodríguez había trabajado, en un puesto de alto nivel, en
Negromex, pero tenía más de una semana de no presentarse a trabajar.
Márquez le reclamó al
comandante de la Policía Judicial Federal su comportamiento, pues tenían
instrucciones del procurador general de la República de trabajar
mancomunadamente.
--Era preferible actuar con
prudencia para no entorpecer las investigaciones –respondió Salas, un
incipiente investigador que fue chofer y jardinero del doctor Sergio García
Ramírez.
A Márquez, entrevistado en
Chilpancingo, dijo que siempre le quedará la convicción de que Salas alertó a
Rodríguez Ruiz, quien sigue prófugo y sería una pieza clave para avanzar en la
investigación del asesinato de Buendía.
Y muestra el oficio que le
firmó a Balderas cuando recibió en custodia a Ricardo Tardiff Jaimes y Joel
García, convencido de su participación en el asesinato de Manuel Buendía.
(Publicado el 28 de agosto de 1985).
Los periodistas mexicanos deben perder
las esperanzas
Sábado 17 de agosto. Una tranquilidad inusual reina en las oficinas de la Policía Judicial
de Guerrero. El licenciado Carlos Márquez interrumpe la lectura de un informe
confidencial para contestar el teléfono.
--Quiero que me regrese el
oficio –dijo Federico Balderas, comandante de la Policía Judicial del Distrito
Federal, quien siete horas antes estaba convencido de la responsabilidad de
Ricardo Tardiff y Joel García Cisneros en el asesinato de don Manuel Buendía.
--Los vamos a soltar porque
nada tienen que ver en ese crimen –insistía Balderas con una angustia y desazón
fácilmente perceptible en el tono de voz.
El director de la Policía
Judicial de Guerrero consideró “bastante sospechoso” que uno de los más
experimentados detectives del Distrito Federal emitiera una opinión
diametralmente opuesta sobre un mismo caso en diferencia de horas.
--Pero usted aceptó en custodia
a los detenidos convencido de que sí eran…
--Pero la situación ya cambió
–respondió apresuradamente.
Márquez dijo que sólo entregaba
el oficio firmado por Balderas a cambio de Tardiff y García Cisneros.
--Son capaces de matarlos
–caviló.
Ricardo y Joel permanecieron
dos días incomunicados en la sede de la Policía Judicial del Distrito Federal
(PJDF), donde hubo un interés manifiesto de exonerarlos de la muerte del
periodista.
Tardiff sostuvo que él había
asesinado por la espalda al autor de la columna Red Privada. Involucró
nuevamente a García Cisneros, quien además lo había contratado para asesinar al
abogado Guillermo Porter, por oponerse al tráfico de drogas en la discoteca El
9, de Acapulco.
Y recibió la primera bofetada y
una andanada de insultos cuando dijo que Lucas Pacheco estaba interesado en la
muerte de Porter.
--No vuelvas a mencionar ese
nombre –le gritaron. Después le clavaron agujas en las uñas para que se
retractara de su dicho respecto al crimen de Buendía.
--¿Por qué no me creen? –la
pregunta reavivó la cólera de los agentes que siguieron torturándolo y lo
obligaron a firmar una declaración previamente arreglada.
Tardiff dijo que firmó la declaración
contra su voluntad, pues contenía afirmaciones falsas. Por ejemplo, se
involucró a Guillermo Porter como quien fraguó la historia para obtener
canonjías políticas en el estado de Guerrero.
García Cisneros recibió mejor
trato en la PJDF. Dijo que aceptó su culpabilidad por las torturas que sufrió
en la Policía Judicial de Guerrero. Pero no negó que Fernando Rodríguez Ruiz,
funcionario de Negromex, filial de Pemex, haya sido el enlace para ultimar a
Buendía.
Rodríguez Ruiz, quien podría
ser pieza clave para ahondar en las investigaciones, abandonó el empleo y
continúa desaparecido. Las policías Judicial Federal y del Distrito han
demostrado muy poco interés en localizarlo.
El lunes 19 de agosto, la PJDF
emitió un boletín de prensa en el que afirma que Tardiff se inculpó del
asesinato del periodista por “mitomanía, producto de su homosexualidad”.
Al día siguiente, vigilados por
tres agentes, Ricardo y Joel viajaron a Chilpancingo y quedaron bajo la
custodia del licenciado Márquez, para que respondieran de supuestos ilícitos
cometidos en Chilpancingo.
Márquez ordenó que no le pasen
llamadas ni lo molesten. Hace llamar a su privado a Tardiff y le pregunta en
presencia del reportero.
--¿Qué pasó? –las manos
extendidas sobre el amplio escritorio y la mirada fija en el muchacho de 18
años, desaliñado, con barba crecida, pero con una ecuanimidad sorprendente.
--No me quisieron creer
–Tardiff muestra las huellas de las torturas que sufrió en la PJDF. Tiene la
piel de los dedos sangrante.
--Tú aquí nos dijiste que
habías asesinado a Buendía y tu versión coincidía con la de Joel –el jefe
policial empieza a alterarse, a elevar la voz, a manotear.
--Siempre he dicho la verdad –y
Ricardo hila nuevamente la historia. Cuenta con detalle los pormenores de la
muerte del periodista. No hay contradicciones. Siempre los mismos hechos, los
mismos autores.
El director de la Policía
Judicial del Distrito Federal manda llamar a Joel García Cisneros. Nervioso,
titubeante, éste niega tener relación con los hechos. Señala que había
confesado por las torturas sufridas durante su estancia en la casa del
comandante Rodolfo Lázaro.
Márquez le dice que es un
asesino, un matón a sueldo, un narcotraficante que no debe gozar de impunidad o
libertad. “Llegará el día en que no corras con tanta suerte”, grita exaltado.
Y se dirige al reportero.
--Los periodistas mexicanos
deben perder las esperanzas de que se resuelva la muerte de Manuel Buendía.
Estos –Ricardo y Joel-- son los asesinos. (Publicado el 29 de agosto de 1985). CVV.